domingo, 27 de diciembre de 2009

Baltasar Tiki


Baltasar Tiki

Jeannette era una de las clientas habituales del bar. Una inglesa negra, muy simpática y de una belleza espectacular. Llegó a la Costa Brava un verano de principios de los setenta. Vino de guía turística en un autocar y se enamoró de un catalán. El amor duró hasta septiembre, pero como el clima era mucho mejor que el de Londres, decidió quedarse unos meses más en una pensión. Al poco tiempo, consiguió un trabajo de fines de semana en el Pago-Pago, el pub polinesio del pueblo. Tanto exotismo tuvo un éxito increíble, más todavía cuando volvió la temporada de verano y el pub abrió cada noche. Entre el sueldo y las propinas, vio que el dinero le permitiría vivir el resto del año casi sin trabajar. Alquiló un piso y adoptó un perro callejero al que llamó Tabú.


Jeannette se integró enseguida en el pueblo. Sobre todo porque aprendió rápidamente el catalán y cuando se dirigía a alguien, a la pescadera o al del colmado, quedaban todos gratamente sorprendidos. ¡Una negra y hablando catalán! La normalidad llegó cuando dejaron de usar con ella el castellano de los indios de las películas de vaqueros o de gesticular exageradamente para hacerse entender con señas. Aún así, no pudo evitar que sus mejores amigos del pueblo fueran extranjeros: un matrimonio inglés y dos chicas alemanas que trabajaban en una inmobiliaria. Con ellas fue por primera vez al bar, para comer el menú del mediodía. El bar se convirtió en su punto de encuentro también por la tarde y, entonces, conoció a Marcel·lí, el hijo menor de los dueños. Un niño muy extrovertido que saludaba efusivamente a los clientes y entablaba graciosas conversaciones de viejo con el primero que pillaba. Jeannette siempre tenía un momento para charlar con él. Hablaban del colegio, de los juegos, de un dibujo, de mil cosas. A ella le encantaban los niños y éste le cayó bien. Una tarde, con el permiso de sus padres, se lo llevó al Pago-Pago unas horas antes de abrir. Quería enseñarle los peces del enorme acuario que había en la pared detrás de la barra. Marcel·lí se lo pasó en grande. Juntos dieron de comer a los peces, regaron las plantas de la terraza, pusieron música, encendieron las fuentes y las luces de colores. Mientras Jeannette cargaba las neveras, Marcel·lí, sentado en una silla de mimbre Emmanuelle, bebió un zumo de frutas tropicales en un vaso de caña de bambú, que luego se quedó de recuerdo. Antes de devolver el niño a casa, le dejó tirar unos trozos de hielo seco dentro de los volcanes de cartón piedra que, con su humareda, flanqueaban el puente hacia la salida.

El segundo invierno, Jeannette recibió la visita de José el peluquero. Se encargaba de la cabalgata de reyes de aquel año y quería pedirle que hiciera ella de Baltasar. Dijo que sí casi sin pensárselo. Le hacía mucha ilusión, se sentía muy querida y era una manera de agradecer a la gente del pueblo su buena acogida. Cuando llegó el día, Pepi, la esteticién que maquillaba a los tres reyes, reía porque se había traído como cada año la pintura negra para Baltasar. Apenas hizo falta nada, sólo el vestido, la capa y un turbante.

Una cabalgata, muy modesta pero digna, avanzaba por el paseo marítimo una tarde oscura y helada bajo el habitual azote de la tramontana. El mismo viento hizo que la vela quemara el fanal de Marcel·lí. Pero él sujetaba el palo con los trozos de papel chamuscado colgando como si no hubiese pasado nada. Con la otra mano, cazaba al vuelo los caramelos que llegaban ya de la primera carroza. Al llegar la tercera, Marcel·lí no dio crédito a lo que vio: ¡El rey negro no era Baltasar, era Jeannette! Su madre insistió en que no era ella, que todo era cosa de la magia. El niño dijo ah, pero no tragó. Al día siguiente abrió los regalos bajo la sospecha. Algunos días creyó en la magia porque no volvió a ver a Jeannette por el bar. Pero una semana después, Jeannette entró por la puerta. Le preguntó a Marcel·lí por los regalos, si había caído también algo de carbón y que qué le parecía si la tarde del sábado la acompañaba a abrir el Pago-Pago. Marcel·lí respondió que no, que lo sabía todo y que no quería volver nunca más a aquel lugar.

El sábado por la mañana, Jeannette pasó a buscar a Marcel·lí para pasear juntos a Tabú. Llegaron hasta la playa, desierta en invierno. El perro corría y hacía agujeros en la arena. Los dos amigos recogieron varias conchas, un par de troncos, piedras y cristales redondos que el mar deforma y deja en la orilla después del temporal.

© Todas las ilustraciones de Shag

2 comentarios:

Insonrible dijo...

Me encanta ese costumbrismo-costabravense o, más bien, bravío. Qué picarones sois los de allí.

Samedí tiene razón. Hagamos un apartado que se llame "Garganta" y pongamos nuestros cuentos "a lo Granta".

Samedimanche dijo...

El súper-look!! No me extraña que se quiera volver a la zona...