Cuento de Navidad
por
Samedimanche
Al final, la cena había estado la mar de bien. La chimenea y la calefacción mantuvieron alejados el frio y mi reticencia hacia tanta celebración. La abundante comida, sus olores, sus colores, la hermosa mesa, contribuyeron a integrarme en la conversación familiar. La bebida consiguió que mis suegros, cuñados y cuñadas, sobrinos, me pareciesen encantadores. Los regalos se manifestaron sorprendentemente acertados. Y el dichoso piano, borroso ya, consiguió que cantase de corazón.
La vuelta a casa resultó un agradable paseo por calles desiertas, heladas y limpias, barridas por una risueña brisa cristalina decidida a trasportarnos, como un fantasma de las Navidades Pasadas, hasta nuestros recuerdos más dulces.
Nuestra casa nos recibió con el olor de las ramas de eucalipto que Hannah se empeñaba en diseminar por doquier a la que asomaba el invierno. Hasta un viejo gruñón como yo sabría apreciarlo.
- ¿Te apetece una copita? ¿Enciendo la estufa? ¿O estás cansado?
La estufa. Esa impostora que simulaba contener leños ardiendo. Mientras Hannah trajinaba por el mueble bar, yo recuperaba uno de mis flamantes regalos navideños. Mi cuñado David, el soso de mi cuñado David, debió dedicar los últimos 364 días en buscar un regalo adecuado después de las chanzas que recibió el año pasado tras obsequiarme con una corbata horrorosa. Otra corbata horrorosa. Este año había recibido una ovación familiar, un abrazo y, creo recordar, un beso. Aquella maravillosa pipa de espuma de mar bien valía semejante demostración de cariño etílico.
- Ponme un whiski , cariño – pedí a mi mujer mientras me acercaba al despacho a buscar mi tabaco favorito, el de las ocasiones. ¿Qué demonios? Es Navidad, pensé.
- ¡Vaya! ¡La pantufla! Debes haberlo pasado bien esta noche…
- Elemental, querida Hannah.
Iluminados por apenas dos de aquellas lamparitas que mi mujer colocaba por doquier ascendiéndolas elegantemente al grado de “puntos de luz”, nos sentamos cerca de la estufa farsante, dispuestos a disfrutar de nuestra copa y, yo especialmente, de mi pipa nueva.
No pusimos música. No encendimos más luces. Simplemente nos tapamos con la manta ( ascendida, un “plaid” ) y sonreímos relajados apurando los últimos minutos de la Nochebuena.
- Cariño – oí la voz de Hannah en la cálida semipenumbra - ¿eres feliz?
El tiempo se convirtió en gelatina, ni sólido ni líquido. Se oyó el tintineo de los cubitos de hielo en mi copa. Se ralentizó la luz de la estufa.
Pensé en la opípara cena. Pensé en mi adorable familia política que tan bien había ocupado el hueco de mi propia e insensata familia. Pensé en Hannah, mi preciosa Hannah, aún hermosa, inteligente, ingeniosa y práctica. Pensé en nuestra preciosa casa, en nuestro jardín, en mi despacho desordenado y mío. Pensé en mi trabajo, en mis éxitos. En el reloj de oro con el que me jubilaron.
Inhalé el ambarino humo del tabaco.
El escaso tabaco que el médico me permitía tras el infarto, que guardaba en una babucha como el brillante detective que siempre quise ser y que Hannah miraba con ojos severos.
Pensé en el infarto, en las noches y los días de hospital sin el triste consuelo de haber visto siquiera un túnel de luz o una dulce vida en flashes. Sólo monitores, cables, dieta blanda, medicación y atenciones para el viejo… Y el viejo era yo.
Recordé el incendio en el que falleció mi abuela, harta de la vida y la risa con que mi abuelo contemplaba la inmolación mientras despeinaba mi cabecita de seis años.
- Si – contesté mientras me tragaba el wisky y las lágrimas -. Si Hannah, muy feliz.